Vivimos en un país con una de las más grandes poblaciones encarceladas en el mundo. El asesinato de mujeres y LGBTs ha alcanzado índices alarmantes y la población negra sufre un genocidio sistemático por las manos del Estado. En el campo y en la ciudad, la codicia por poder y acumulación de capital segregan vidas en nombre de Dios y de la familia. En la estera de las múltiples violencias que atestiguamos en Brasil, la incitación al odio en la carrera electoral de 2018 logró alcance y poder destructivo sin precedentes.
A lo largo de su carrera política, Jair Bolsonaro dio innumerables declaraciones de carácter racista, misógino y LGBTfobico. Además de decirse a favor de la tortura, afirmó que la dictadura civil-militar de 64 tenía que haber asesinado “por lo menos unos 30 mil, aunque inocentes también sean muertos”. Recordemos que el candidato dijo que sería mejor tener un hijo muerto en un accidente de tráfico aceptarlo como una persona gay. Recordemos también que dijo que los negros que viven en un quilombo, no sirven siquiera para la procreación. Expresó claramente lo que piensa sobre la violencia en contra de las mujeres cuando declaró: “Ella no merece (ser violada) porque ella es muy fea, jamás la violaría”. Con las mujeres negras también fue profundamente irrespetuoso cuando dijo que sus hijos jamás se enamorarián de una negra porque ellos “son muy bien educados”. La lista de ofensas es extensa, así como la lista de los votos de Bolsonaro favorables a la retirada de derechos en la Cámara de Diputados.
La violencia tiene un propósito político en una joven democracia como Brasil. Creando alarma y pánico moral en contra de enemigos inexistentes, Bolsonaro inmoviliza a la población y vacía cualquier posibilidad de debate serio y constructivo sobre propuestas de gobierno. La campaña difamatoria del candidato lanzó mano de montajes, audios falsos y mentiras desmentidas, confirmadas y desmentidas nuevamente, muchas de las cuales salieron de las bocas de sacerdotes y pastores, falsos profetas del supuesto apocalipsis que vendría si no votamos en ese candidato.
No nos engañemos. El fundamentalismo religioso no es más que una estrategía de extrema derecha para tomar el poder. Su lenguaje cubierto de túnicas y mantos místicos sirve para justificar la dureza y el radicalismo de sus proposiciones políticas y económicas entreguistas y antidemocráticas.
En la campaña de Donald Trump, mujeres, inmigrantes, negros y LGBTs fueron usados como chivos expiatorios de los problemas nacionales de forma compulsiva y criminal. El odio se propagó sin límites a través de fake news en todas las redes sociales. Bolsonaro tomó el ejemplo de los Estados Unidos de América y, con la ayuda de ideólogos de extrema derecha que participaron activamente en la campaña de Trump, lanza las mismas técnicas sucias de sabotaje de nuestra democracia. El sentimiento paranoico y las teorías de la conspiración milagrosas movilizaron la subjetividad de gran parte de la población brasileña, que se informa principalmente por el Whatsapp, por medio de textos alarmantes y por corrientes apocalípticas.
Por todo el mundo asistimos atónitas al proceso maligno de quiebra financiera de países para que sus riquezas puedan ser vendidas a precio de banana a los intereses transnacionales, representados localmente por gestores de fondos, políticos corruptos, bancos y pseudo intelectuales de la economía global. El gurú financiero de Bolsonaro, Paulo Guedes, además de tener las propuestas económicas cuestionadas por nombres relevantes del propio “mercado”, fue profesor en la Universidad de Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet y colecciona malas impresiones de sus pares sobre su poca disposición para producción de conocimiento práctico.
Las políticas de austeridad predicadas por los economistas neoliberales de la escuela de Guedes y prometidas por Bolsonaro al “mercado” no son más que procesos que penalizan a los más pobres. Reformas de la seguridad social, laboral y privatizaciones son tentáculos capitalistas que retiran derechos conquistados y destruyen la posibilidad de vida digna para la mayoría de la población. Contrariando cualquier ética de cuño religioso, tales reformas encuentran apoyo en el fundamentalismo religioso y su histórico mecanismo de creación de miedo y odio a los “comunistas”. Brasil se ha convertido en un país anfitrión del capitalismo mundial, con políticas que priorizan la acumulación de riquezas en manos de pocos de forma desregulada, en vez de fomentar el desarrollo de nuestra economía. Cuanto más ricos quedan los más ricos, menos distribución de renta y más pobreza. Esta será la agenda de este candidato.
Nosotras, mujeres feministas del campo religioso, denunciamos el uso de la religión y la espiritualidad para la propagación del odio de contra de las minorías, de la población más vulnerable y fragilizada, y en contra las personas que en el ejercicio pleno de su ciudadanía, se niegan a votar en un candidato antidemocrático.
¡No retrocederemos!
De aquí hasta el día 28/10 seguiremos fuertes, vivas y juntas contra el fascismo, la violencia y el fundamentalismo religioso.